Dora escuchó con estupor las
duras palabras del Juez:
“Se sentencia a la acusada, Dora
María González Romero, a una pena de 15 años de prisión por la comisión del
delito de intento de asesinato en contra de Rebeca Medina López”.
En ese instante sintió que
se iba a desmayar, apretó fuertemente la silla de ruedas mientras se preguntaba
por qué le pasaba esto a ella, cómo fue que las cosas sucedieron de esa manera,
por qué su vida pasó de la felicidad a la desesperación, y de ahí al dolor y a
la desgracia.
Desde hacía tres años
llevaba una relación amorosa con Emilio, a quien conoció en el taller de teatro
de la prepa ocho. Estaba muy lejos de ser guapo pero a ella le atraía su
aspecto de fragilidad y su buen sentido del humor. Sin proponérselo, se enamoró
de él irremediable y apasionadamente. Era una relación estable, basada en el
respeto y el cariño. Tenían sus diferencias de opinión y de gustos, pero nunca
hubo un pleito entre ellos.
Aquella fría mañana de enero
Emilio se sintió mal, un poco mareado y con dolor de cabeza, y antes de ir a la
universidad acudió al centro de salud para una consulta médica.
La enfermera que lo atendió,
una joven simpática de grandes ojos negros, lo condujo hacia el cubículo en
donde le colocó el brazalete del baumanómetro para revisarle la presión
arterial.
-¡Uy!, ¡Qué bárbaro! - dijo la
muchacha - Tiene la presión muy alta.
-A quién no se le va a subir
la presión delante de una mujer tan bonita- respondió el joven galantemente.
Rebeca se ruborizó y lo miró
sonriente, con coquetería.
Ese fue el inicio de un
romance que, a las pocas semanas, llevaría a Emilio a terminar su noviazgo: “Lo
siento Dora. En el corazón uno no manda. Estoy saliendo con otra mujer”.
No podía creer lo que oía. Estaba
devastada. El hombre al que amaba, con quien se iba a casar, a tener hijos y
luego nietos, con quien compartiría su vida, el que envejecería a su lado, la
dejaba por otra. Sintió que el mundo se le venía encima. Así, sin más, Emilio
ponía fin a su proyecto de vida. Fue un impacto muy fuerte para Dora, quien
lloró y suplicó, pero él fue inflexible, la decisión estaba tomada. Solamente
alcanzaba a repetir una y otra vez: “Lo siento Dora”.
Cegada por la
frustración y la ira, se propuso descubrir quién era aquella por la que la
“había cambiado”. A escondidas, le siguió los pasos a Emilio por las calles de
la ciudad hasta que él se encontró con Rebeca. La imagen de la pareja
abrazándose le provocó rabia y un amargo sabor a lágrimas.
Esa noche no pudo dormir.
Obsesionada, al día siguiente acechó a la enfermera. Desde muy temprano la esperó
frente a su casa hasta que, a las diez de la mañana, Rebeca apareció con su
uniforme blanco y Dora fue detrás de ella.
El bullicio cotidiano
imperaba en la estación del metro. Ambas mujeres se dirigieron al andén con
dirección a Pantitlán. Rebeca miraba hacia el túnel esperando que llegara el
tren; Dora no le quitaba la vista de encima.
-No sé de qué me
hablas- dijo sorprendida la enfermera.
El tren anunciaba su
llegada y Dora sintió un escalofrío; tenía un enorme vacío que sabía que no
podría llenar con nada. Un deseo de venganza la impulsó a tratar de empujar a
Rebeca hacia las vías. Por un momento hubo un forcejeo, instintivamente la
enfermera opuso resistencia y con un movimiento ágil puso a su atacante en una
posición difícil, haciendo que ésta perdiera el equilibrio y jalara con fuerza
a Rebeca para que las dos cayeran al carril del metro, llevando Dora la peor
parte, al sufrir un doloroso golpe en la espalda.
El conductor del
metro apenas pudo frenar y asombrosamente evitó atropellarlas. Con agilidad,
Rebeca se incorporó, brincó de las vías al andén, corrió perdiéndose entre la
gente, y no paró hasta llegar a su casa. Nadie reparó en su huida, todos
estaban atentos a “la señora que está tirada en las vías”. Dora no logró incorporarse,
no podía mover las piernas.
El desagradable y
monótono sonido de la sirena que la trasladó al hospital desapareció únicamente
para que ella pudiera oír el inclemente diagnóstico del doctor: “Usted nunca
volverá a caminar”.
En la misma silla de
ruedas en que salió del hospital, llegó al Centro Femenil de Readaptación
Social Tepepan.
Paradójicamente, Rebeca
y Emilio no supieron soportar la situación, y unos días antes de que le
dictaran sentencia a Dora, decidieron romper su relación.
Por lo pronto, Dora María
está sufriendo tres condenas: vive sin Emilio, encadenada a una silla de
ruedas, y confinada tras las rejas de la cárcel.
Y todo por los celos. Por
los malditos celos.
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